miércoles, 26 de enero de 2011

RAFAEL ALBERTI. NOCTURNO







Cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre
se escucha que transita solamente la rabia,
que en los tuétanos tiembla despabilado el odio
y en las médulas arde continua la venganza,

las palabras entonces no sirven son palabras.
Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas,
qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,

qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!
Ahora sufro lo pobre, lo mezquino, lo triste,
lo desgraciado y muerto que tiene una garganta

cuando desde el abismo de su idioma quisiera
gritar que no puede por imposible, y calla.
Siento esta noche heridas de muerte las palabras.

LUIS CERNUDA. Eras, instante, tan claro...










Eras, instante, tan claro.
Perdidamente te alejas,
dejando erguido al deseo
con sus vagas ansias tercas.

Siento huir bajo el otoño
pálidas aguas sin fuerza,
mientras se olvidan los árboles
de las hojas que desertan.

La llama tuerce su hastío,
sola su viva presencia,
y la lámpara ya duerme
sobre mis ojos en vela.

Cuán lejano todo. Muertas
las rosas que ayer abrieran,
aunque aliente su secreto
por las verdes alamedas.

Bajo tormentas la playa
será soledad de arena
donde el amor yazca en sueños.
La tierra y el mar lo esperan.

sábado, 15 de enero de 2011

PABLO MONTOYA. EL VIEJO Y LA MONTAÑA



Una montaña bien delineada, dueña de zonas claras y perspectivas oscuras. Con perfiles que en ciertos momentos del día son delicados y en otros vigorosos. Está levantada, como una revelación inesperada, a varios kilómetros de Aix en Provence, sobre un relieve donde predominan las tranquilas sinuosidades del sur francés. Cuando la vemos, desde lo que se llama ahora “el terreno de los pintores”, parece que acabara de surgir como un espejismo de la luz tramado en la distancia. Geológicamente, Santa Victoria ha estado ahí desde hace millones de años, pero en los terrenos del arte es como si hubiera estado siempre a la espera de su pintor. Paul Cézanne la vio tantas veces, en su ir y venir por la ciudad y sus alrededores, que terminó sometido al imperioso deseo de plasmarla. La montaña está presente en 87 de sus pinturas, como protagonista principal o como telón de fondo de algún paisaje de la Provincia. Ella de algún modo, al final de sus días, se convirtió en la suprema obsesión. En esa realidad, entre telúrica y onírica, que le permitiría alcanzar su sueño de llegar a la muerte pintando.
En 1901, Cézanne se instaló en las afueras de Aix. Estaba cansado y el escepticismo hacia la estética de los centros artísticos que dominaban entonces, lo había vuelto un poco más huraño y solitario. Con la venta de la residencia familiar de Jaz de Bouffan, compró una finca en la colina de Lauves. El lugar en este verano suave en que lo visitamos, sostenido en el canto de las cigarras y acariciado por el aroma de la lavanda, se conserva casi intacto. En el taller están los abrigos, la sombrilla, el sombrero y la boina, el caballete y los pinceles, algunos bocetos y cartas del pintor de la época en que vertía la montaña en sus óleos y acuarelas. La finca, igualmente, guarda el jardín con sus olivos, higuerillas, un gran cedro del Líbano y el trazado de los senderos que Cézanne tomaba en sus descansos. Y hay algo de rusticidad agreste, un poco de olvido y otro tanto de abandono depositado en las cosas que agrada, porque así se percibe mejor el espíritu de ese último Cézanne que tanto nos conmueve.
Como él, emprendemos la caminada que tantas veces realizó. Salimos de su taller y vamos al sitio más elevado de la colina. Cézanne gustaba decir, situado en el rincón desde donde ahora divisamos la gran elevación calcárea, estas palabras: “Mire esta Santa Victoria. Qué impulso, qué sed de sol y qué melancolía en la tarde cuando la pesadez cae y se dulcifica”. Hay unas fotografías correspondientes a 1904 de J. Bernheim Jeune que muestran al pintor frente a la montaña, protegido con su sombrilla de la dureza de la intemperie. Está con su sombrero, frente a su caballete, mirando hacia el valle de donde brota la mole, más bella acaso en sus cuadros que en la realidad. Y es que al ver la Santa Victoria en los nueves óleos y en las 17 acuarelas que hizo Cézanne, recordamos sus palabras cuando se refiere a la belleza y a la verdad. La primera nace cuando se atrapa el instante en la pintura. Y allí reside, casi solitario e inasible, el secreto de la verdad. La verdad pictórica es como un eco de la apariencia de una realidad siempre fugitiva.
El 15 de octubre de 1906, Cézanne salió una vez más tras su montaña mágica. Una tempestad otoñal estalló y él no hizo caso. Siguió pintando, mirando su quimera rocosa tras la barrera de la lluvia y del viento, hasta que un síncope lo fulminó. Dos campesinos lo recogieron y lo llevaron en una carreta de lavandero a su finca. Al otro día, indiferente al malestar, Cézanne salió al jardín a retocar uno de sus últimos retratos. No demoró en desvanecerse. Pocos días después falleció quien se consideró a sí mismo como el primitivo exponente de un arte nuevo. Un arte que poco tiempo después, de la mano de su observación prodigiosa y de sus colores únicos, desembocaría en el cubismo, el expresionismo y el abstraccionismo. Finalmente, en el cementerio de San Pedro, fuimos en busca de su tumba. Sabíamos que verla marcaba el límite de nuestro recorrido tras la luz del gran hombre de Aix en Provence. Una placa dice: Paul Cézanne, 1839-1906, pintor impresionista. A un lado derecho del mausoleo y la cruz de piedra, bajo un cielo espléndido en el que ninguna nube se dibuja, se asoma, como una confesión de amor esperado, una punta de la montaña.